Vivimos en una era de individualidad aparente. Pero en realidad todos tenemos círculos auténticos: tu vecino, tus compañeros de trabajo, quienes comparten tu fe, tu sangre, tu piel, tus aficiones. Esa es la verdadera comunidad, el pueblo real. Y a esa comunidad sí le darías tu tiempo, tu trabajo, tu ayuda: porque el vínculo nace del alma y no de un decreto.
Por eso, los sindicatos, las sectas o las comunas forzadas no son comunidades: son caricaturas falsas. El comunismo lo demuestra con claridad: obliga a todos a marchar al son de un alma ajena, impuesta por el César del momento, véase un Stalin, un Hitler, o sus equivalentes mediocres modernos. Todos quedan pequeños ante los verdaderos malvados: los que imponen la igualdad como dogma y convierten la vida en sacrificio al dios-Estado para aplacar la Ira Divina que sí es real.

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